Ayer se me antojó un beso.
Mucho. Muchísimo. De esas veces que la ansiedad te camina a pasitos de tacón por la columna, fastidiosa y obsesiva.
Y pensé en ti. Pensé en ti todo lo que no he pensado estos días.
Y pensé en tu boca, y en tu lengua, y en tus dientes. Pensé en un beso de buenas tardes en la mejilla cuando ya me habías dado el de buenos días sobre los ojos. Pensé en lo caliente de tu saliva y en tus manos sobre mi cara. Pensé en el beso de buenas madrugadas, que abarcaba el tedeseotequieronotienesputaideadecuántoteextrañé, por matices y por tiempos, y todo de vuelta otra vez.
Y volví a pensar en ti, en tus dientes llendo y viniendo sobre mi cuello, y mis costillas, y sobre todos los cuentos de mi vida. Pensé también en todas las veces que me besaste como si te perteneciera, como cuando me pediste que te regalara algo de mi, aunque no te lo pudieras llevar. Pensé en cada beso que me diste con absoluta desesperación, con ganas de quedarte, como cuando te decía que tenías que besarme todos los besos que no me ibas a dar el resto de mi vida. Pensé en tu aliento por las mañanas y sobre mi.
Pensé tanto, tantísimo en ti, que de tanto hacerlo te extrañé.
Cárgame la chingada.